Aproveché para mirar el pueblo a mis espaldas, que también lucía espléndido. Un montón de casas grisáceas pero brillantes caían como una cascada por la ladera de un cerro, acompañadas, como no, de un campanario que las gobierna a todas. Sin embargo, el destino parece un niño deseoso de acción, que no soporta ver las cosas estáticas, que necesita que jueguen con él. Cuando aún miraba hacia el pueblo, un silbido llegó hasta mis oídos para justo en el momento en que, el satélite UARS envuelto en llamas, del que llevaban anunciando un tiempo su caída en la Tierra, cruzó veloz el cielo en dirección al pueblo. El sonido fue devastador y el golpe de sus 5 toneladas consiguió derribarme. El campanario pareció rendirse a sus pies al instante ya que dejó de estar por encima del resto. A escasos metros de mí empezaron a caer escombros lo suficientemente grandes para que dejara de disfrutar de días como el que había estado siendo ese. Por puro instinto, me levanté y corrí en dirección contraria al pueblo. Notaba los latidos del corazón por todo el cuerpo y estaba tan aterrado que apenas podía respirar para seguir corriendo. Los peñascos seguían cayendo y pude ir esquivándolos. Miraba hacia arriba y veía cómo aparecían más y más escombros a través de las nubes. Aquello era interminable. Interminable...
Una vez a salvo, cuando dejaron de caer piedras, regresé al pueblo con la esperanza de volver a encontrar el día tal y como estaba antes del incidente. Y, a excepción del manto ígneo que cubría una gran parte del pueblo y del prado salpicado de paredes, tejas y demás proyectiles, así fue.