No esperes entenderlo...

sábado, 24 de septiembre de 2011

Soplaba un viento agradable, un punto más fresco de lo perfecto, como me gusta. La estepa, en un tiempo casi yerma, había pasado a ser esa época del año una pradera verde que irradiaba vida, y así me hacía sentir: vivo y feliz de estarlo. El cielo era azul por caprichos de la dispersión y las nubes aparecían esporádicamente, grandes, blancas y esponjosas. No había muchas y me pareció que su única función era la de adornar la llanura del cielo que llegaba más allá de donde alcanzaba la vista. No me suelen gustar ese tipo de días, normalmente por el calor, pero era perfecto.
Aproveché para mirar el pueblo a mis espaldas, que también lucía espléndido. Un montón de casas grisáceas pero brillantes caían como una cascada por la ladera de un cerro, acompañadas, como no, de un campanario que las gobierna a todas. Sin embargo, el destino parece un niño deseoso de acción, que no soporta ver las cosas estáticas, que necesita que jueguen con él. Cuando aún miraba hacia el pueblo, un silbido llegó hasta mis oídos para justo en el momento en que, el satélite UARS envuelto en llamas, del que llevaban anunciando un tiempo su caída en la Tierra, cruzó veloz el cielo en dirección al pueblo. El sonido fue devastador y el golpe de sus 5 toneladas consiguió derribarme. El campanario pareció rendirse a sus pies al instante ya que dejó de estar por encima del resto. A escasos metros de mí empezaron a caer escombros lo suficientemente grandes para que dejara de disfrutar de días como el que había estado siendo ese. Por puro instinto, me levanté y corrí en dirección contraria al pueblo. Notaba los latidos del corazón por todo el cuerpo y estaba tan aterrado que apenas podía respirar para seguir corriendo. Los peñascos seguían cayendo y pude ir esquivándolos. Miraba hacia arriba y veía cómo aparecían más y más escombros  a través de las nubes. Aquello era interminable. Interminable...


Una vez a salvo, cuando dejaron de caer piedras, regresé al pueblo con la esperanza de volver a encontrar el día tal y como estaba antes del incidente. Y, a excepción del manto ígneo que cubría una gran parte del pueblo y del prado salpicado de paredes, tejas y demás proyectiles, así fue.



jueves, 15 de septiembre de 2011

Y ni te enterarás

Ahora, escucha. No me hagas repetirte esto como siempre haces. Siempre. No hay un solo comentario de mi boca al que prestes atención. Cuando oyes mi voz ya estás preparada para lanzar ese irritante: "¿Qué?". Y entonces empieza un poquito. Va calentándose gracias a ti, pero lo medio ignoro. No merece la pena que los dos perdamos los estribos por tonterías, aunque me canse.
Pero hay momentos en los que, por unas circunstancias u otras, directamente arde con intensidad y ni te das cuenta. Litros y litros de bilis se acumulan en mi interior y consiguen que enferme de escucharte y no entenderte o de escucharme y de estar equivocado aunque en realidad piense que no. No lo sé. Cabezota soy, lo admito, pero aquí todos tenemos nuestra parte del pastel y tu trozo es más grande (o no). Es una sensación rara, porque ni siquiera sé qué me pasa pero sí sé por qué. Y me cansa, y te cansa y sigues aún así, porque saltas a la mínima. Y me cansa.
Ya no sé qué hacer. Pero cada vez nos acercamos al cómodo equilibrio en que cada uno vive su vida sin apenas cruzarse con el otro, lo justo, lo necesario, según tú.
No considero, sin embargo, que tengamos peor relación que otros, pero eso no quita que sea una relación extraña para una madre y el hijo que parió en su día.

Todos tenemos nuestros momentos.