No esperes entenderlo...

miércoles, 23 de enero de 2013

Caprichos de la genética I

1789 en plena revolución francesa, la inmortalidad y yo, no nos llevábamos demasiado bien. Tanto tiempo juntos que ya no era capaz de recordar cuándo empezó que me dedicaba a jugar con los acontecimientos de la historia. No con los determinantes para el curso de la historia mundial, sino con los pequeños. Las perlitas. Es por esto que iba en busca de romances frustrados y familias separadas. Llámame cruel, pero si alguna vez sacaba una sonrisa, unas lágrimas de emoción, comunicando, 20 años después de la muerte de un marido tras su desaparición, a su viuda que éste aún la quería y que no cesó de buscarla, se me llenaba el alma.

Casi siempre me gustaba estar en pleno hervidero de acontecimientos, por eso intentaba viajar todo lo que los medios de cada época me lo permitían hasta lugares de conflicto. Por aquella época, como puedes imaginar, me encontraba por París. Una París muy diferente a la que conocemos actualmente: lúgubre, húmeda y mugrienta un 90% de ella donde nunca se ponía el sol debido a la humareda de las chimeneas de las casas. Un olor muy intenso (tampoco tanto, si lo comparaba con el medievo) y la mayoría del tiempo gente yendo y viniendo deseosos de una nueva época para la nación. Paseando por una calle especialmente estrecha con los candiles permanentemente encendidos debido a la falta de luz me encontré de frente con una especie de cárcel/prostíbulo. No sabría muy bien cómo definirlo. Una casa de dos plantas cuya fachada empedrada era tan negra como el resto de la calle. Las ventanas desprendían un sinuoso vapor acompañado de gemidos de todas las clases. No sé qué clase de ridículo impulso me llevó a entrar ahí. La luz dentro era más tenue aún que en el exterior y por cada rincón de ese oloroso (dentro sí que era fuerte) lugar podías encontrar lujuria. Al poco de recorrer la zona de la entrada bien parecida a una tasca, con la barra a la derecha y unas mesas a la izquierda, apareció una señora regordeta, sudada y recolocándose el pelo a preguntar qué quería recorriendo mi pecho con sus no muy agradables manos.

- ¡Carne fresca! ¿Qué deseas, guapo? - me dijo tratando de disimular el alcohol etílico en sangre.

Realmente, no buscaba nada, pero quería quitármela de encima ya que su olor y sus manos mugrientas me daban nauseas y no me soltarían si intento escabullirme.

- Quisiera ver qué clase de chicas tienes - dije mientras trataba de mantener mis entrañas dentro.
- ¡Muy bien! - y sonrió dejando ver huecos que, en su día, eran ocupados por dientes.

Me arrastró por la planta baja y por la primera planta sin ver nada interesante más que ojos vacíos y agotados, algunos cuerpos desmayados en las esquinas. Un panorama deprimente para el sexo, pero en la época no había más variación. Por último, me bajó por unas escaleras hasta un sótano donde había celdas y en el interior de cada una, una mujer.

- Estas chicas son itinerantes. Van de ciudad en ciudad movidas por manos ajenas. Deberías aprovechar para tomar alguna si te interesa.

Todas parecían exactamente iguales a las de arriba hasta que vi la penúltima celda del pasillo. Una muchacha joven en apariencia, llegaría justa a la veintena de edad, permanecía sentada en un camastro mirándose las manos. Me sorprendió en concreto su aspecto, ya que la mayoría de mujeres, debido a una vida de excesos, aparentaban el doble de edad. El efecto de nuestra presencia proyectó una sombra que la alertó de que no estaba sola y se giró hacia mí. Su rostro a la luz del candil tras de mí era impoluto. Un par de manchas de hollín no perturbaban la luz de sus ojos verdes que se centraban principalmente, sobre mi silueta. Yo... yo... no tenía palabras y es que creo que me enamoré de la imagen por siniestra que pudiera parecer. Me introdujo en una atmósfera en la que el exterior no importaba, apenas notaba el olor que desprendía la señora que parecía regentar el lugar que permanecía a mi lado. Estuve apenas un par de minutos que me parecieron horas. Lástima que mi ensoñación fuera bruscamente cortada por la señora que de pronto parecía nerviosa y se apresuró en echarme del lugar sin dejarme tiempo a articular palabra para tras sacar a los clientes del lugar, cerrar a cal y canto. Nunca supe por qué hizo lo de aquella noche, pero sabía que volvería a por la muchacha a sacarla de ahí, fuera como fuera.

Así pues, volví a la noche siguiente en su busca. Bajé directamente a la parte inferior del lugar hacia la última celda, para comprobar que aún seguía ahí, que sus ojos no se habían apagado. Volví a proyectar la misma sombra que la noche anterior, pero nadie ni nada se inmutó en su interior. No estaba. A continuación, fui a buscar a la casera del lugar a preguntarle por ella. La encontré en la bajada de la escalera. Me dijo que la habían trasladado a Florencia, como ya me había comentado: eran chicas itinerantes, las mueven sin previo aviso. Abandoné aquel lugar no sin antes escuchar un negocio de la casera con un hombre altamente ebrio que quería venderle su pene por unas copas. Ella aceptó mientras cogía un cuchillo y yo salí. Menuda decepción. Aquella noche la ciudad parecía más oscura que las anteriores, al menos dentro de mí lo parecía.

Después de haber vagado por aquella ciudad retirando tierra, conseguí encontrar una mena, un diamante en bruto, que tan pronto como apareció, desapareció de mi vista, para no ser encontrado nunca más.


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